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jueves, 29 de noviembre de 2007

Caperucitas blancas


En memoria de José Couso, porque nos volvimos más ciegos cuando sus ojos se apagaron.

Una niña hasta hacía poco, ahora cuajada en mujer, moldeada por quince primaveras, Fátima era la mayor de las dos hermanas. La pequeña Azraa, a sus doce años, era todavía un incipiente brote femenino, delicado y menudo.

Noviembre agotaba sus días y hacía cuatro que habían empezado las fiestas del fin del Ramadán, el mes sagrado del ayuno. Ese jueves la ilusión se asomaba a los rostros de ambas hermanas, porque irían a cenar a casa de su abuela, y pasarían la noche con ella. Habría puchero y berenjena rellena, y después los dulces de pistacho y de miel, y antes de dormir las historias de la ‘yadda’ Jazmina ―la abuelita―, llenas del encanto de otros tiempos, cuando en los mercados de Baaquba competían entre sí los colores de los frutos, las especias, las telas y las alfombras, y los asnos eran amigos resignados de los hombres, y los pájaros hablaban con los niños, y eran alegres y eran parlanchines y traían noticias de lugares exóticos.

La madre preparó una cesta con los pastelillos para el postre. Pero la abuela había expresado el temor de no disponer de leña suficiente, así que las pequeñas debían pasar antes por el huerto del tío Abbash, que siempre tenía preparada una reserva de leños y sarmientos, y había dado licencia a la familia para recoger de su finca todo aquello que fuera necesario. Para llegar al huerto era obligado atravesar un trecho boscoso; no era cosa de permitir que las sorprendiera la noche y, puesto que la tarde ya se había insinuado, las niñas se pusieron con diligencia en camino. La pequeña llevaba apoyada contra su cintura la cesta con los dulces, y la mayor se hizo cargo de dos piezas de tela destinadas a sujetar la leña y de un hacha pequeña para trocear los sarmientos.

Ya en la finca, llevó más tiempo del previsto preparar los vástagos para adecuarlos al tamaño de la menor de las muchachas, y las sombras no esperaron. Ante el asomo de la noche, las niñas iniciaron el regreso en dirección a la casa de la abuela, cada una con su hatillo a la espalda, la menor abriendo paso, con la cesta de los pasteles en su regazo, seguida de cerca por su hermana.

A menos de cincuenta metros de allí, Lobo Feroz Dos miraba por el visor de infrarrojos e informaba de la escena a su compañero. En el sendero que lindaba con el bosque, dos siluetas blanquecinas se recortaban en la oscuridad en contraste con la espesura, y los pañuelos que cubrían sus cabezas las perfilaban como dos caperucitas que se movían avanzando deprisa. La mayor parecía sujetar una pistola en su mano.

―Lobo Feroz Uno llamando a Halcón Pardo, ge-pe-ese delta sur uno doce, oeste cero quince. Dos sospechosas a la vista, parecen llevar armas. Esperamos instrucciones. Cambio.

―Halcón Pardo a Lobo Feroz. Ya conocen las consignas. Cambio.

―Parecen dos niñas― apuntó Lobo Feroz Dos.

―Lobo Feroz Uno a Halcón Pardo. Es posible que se trate de dos menores. Solicitamos refuerzos para comprobación. Cambio.

―Sargento, le recuerdo que estamos en la Operación Martillo de Hierro. Debe proceder según la consigna. Cambio y corto.

―Hemos de disparar― dijo Lobo Feroz Uno a Lobo Feroz Dos.

―Pero... ― balbuceó éste.

―Órdenes. Encárgate del objetivo de la izquierda, yo tiraré sobre el derecho.

La cabeza de Fátima se quebró como se rompe el fruto del granado cuando se lo arroja con fuerza contra el suelo. Con su velo blanco, había sido Caperucita Blanca; mientras se desplomaba, fue Caperucita a topos rojos; poco tiempo después, bajo los focos luminosos, era Caperucita Roja, yaciendo sobre la hierba del lindero del bosque, ya para siempre dormida, sus intensos ojos negros abiertos en un gesto último de asombro irracional. A su lado, la pretendida pistola no era sino el hacha nimia que le había servido de herramienta.

Cerca de ella Azraa, acribillada, se debatió en el suelo durante un tiempo entre espasmos y dentelladas de dolor. Desprendido el pañuelo, varias manchas teñían de carmín sus cabellos, que hasta entonces habían sido siempre de un azabache casi mineral.

La fase siguiente de la «Operación Martillo de Hierro» se puso en marcha. Uno de los confidentes convocados reconoció a las muchachas e indicó a los soldados la situación de la cercana casa de la abuela, en los andurriales de la ciudad.

La puerta cedió ante el explosivo, y saltó arrancada de cuajo junto con sus goznes. Disipado el humo, los soldados pudieron distinguir a una anciana enmudecida por el terror y desplomada sobre su cama. Se registró la casa. Dos humildes cuchillos de cocina fueron las únicas armas encontradas.

Cuando al día siguiente fueron lavados los cuerpos de las niñas, el agua sanguinolenta se desparramó por el patio y discurrió por albañales hasta verter en el río Tigris. Días más tarde, en la orilla izquierda de la corriente a un rosal le brotarían rosas algo más rojas, y un limonero daría limones amargos en la ribera derecha.

La sangre de las niñas se entremezcló en el río en un postrero abrazo fraternal. El sol hizo luego su labor de horno y partículas de sangre de Fátima y de Azraa ascendieron asidas al agua evaporada. Desde entonces, los atardeceres son algo más escarlata en la tierra que otrora fue Mesopotamia, y en todo el orbe resuena el eco milenario de las palabras del Antiguo Testamento, dichas para los oídos de los violentos: «Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?».


P. Crespo

Nota: Las hemerotecas son del 29 de diciembre de 2003.